Creo que mi interés por la política
nació al abrigo de las discusiones familiares. No recuerdo si se hablaba mucho
del tema. Sí tengo presente cómo, desde la época de Perón, mi familia vivía
algunas de las consecuencias de lo que su gobierno motorizaba: la primera
heladera eléctrica de mis abuelos, una primorosa y blanca Siam a la que mi
abuelo le tomaba el tiempo para ver cuánto tardaba entre el run run de su
funcionamiento y los silencios de su descanso. El vestido a lunares que una vez,
desde un avión, la generosidad de Evita había hecho llegar hasta mí. Y los
comentarios en la mesa familiar de los cuales recuerdo poco o casi nada, que
rescato como el germen algo dormido de los intercambios de ideas e
informaciones surgidos de los medios, en especial los diarios y sobre todo la
radio.
Recuerdo los bombardeos en La Plata, los diarios “reveladores” de las barbaridades del
peronismo de la última época que mi tío Kiko había guardado y que conservó con
él hasta su muerte. Allí nació también mi anti-peronismo de manera curiosa,
dentro de una familia humilde que supuestamente debería haber sido alcanzada
por las bondades de un peronismo que se ocupa de hacer feliz a los pobres. Ese
anti-peronismo de mi
familia me fue llevando a la adhesión a otro partido que también era popular,
pero más ‘serio’ que el “corrupto,
autoritario y despilfarrador” peronismo: la Unión Cívica Radical.
En la casa de mis abuelos se hablaba de
Balbín y de Frondizi, de la UCRI y de la UCR… Durante mi etapa en
el internado todo eso quedó en suspenso. Hasta que —no por mi propia voluntad—
salí de allí.
Más adelante, la vida puso en mi camino
al que fuera mi marido: peronista, y con una madre que, ante mis escandalizados oídos gorilas, decía casi escupiendo las palabras:
—¡Yo soy peronista!
Necesitaba saber más, mucho más de lo
que sabía del peronismo y guiada por algunos a los que leía o escuchaba, me
puse a leer ensayos de investigación que me ayudaron no sólo a entender sino a
defender mi postura anti-peronista.
Aparecían esos textos en mis discusiones de pareja que, por una mayor formación
teórica, me transformaban en vencedora de todas las discusiones.
Hoy tengo más claro que, por lo general,
nuestras elecciones políticas son hijas de las vivencias afectivas (buenas o
malas) que cada quien fue coleccionando en su vida. Al menos como punto de
partida.
Después vinieron las elecciones del fin
de la dictadura, el florecimiento de la renovación radical y la admiración por
Raúl Alfonsín. Los valores que reivindicaban la Democracia, la República y la Constitución me
enamoraron. Viví con pasión toda la campaña política y hasta la victoria de
haber conquistado para “la causa” a
mi marido peronista. Participaba en cuanta marcha, manifestación o convocatoria
que el partido hacía y me pasaba horas frente a la tele escuchando los debates
en el Congreso. Recuerdo también con ternura una foto que nos tomamos frente a
un cartel a la entrada de Chascomús (su ciudad natal), en la que todos (mi
marido, yo, un matrimonio de amigos y sus hijas) hacíamos el famoso gesto de
saludo que Alfonsín había popularizado.
Por esos días la conocí a ella: Elisa
Carrió. Y me atrapó. Su discurso elocuente, claro y firme, cargado de ética
republicana era para mí como un faro. Me anoté como voluntaria para colaborar
en su movimiento. Ella también admiraba (o eso decía) a Alfonsín y fue subiendo
en la consideración de un electorado que
la llevó hasta un sorpresivo y honroso
tercer puesto. Allí estaba también mi voto, confieso.
Pero un día comenzó a surgir otra mujer:
fuerte, sólida, muy hermosa, que parecía el par perfecto de la blonda Carrió.
Juntas participaban en el Congreso (como
legisladoras) de una famosa Comisión
contra el lavado de dinero
en la época en que Menem y su banda inundaban las páginas de algunos diarios
con casos en los que él, sus ministros y hasta su propia familia estaban
involucrados. Y cuando la comisión había llegado a elaborar su informe, con el
cual se hubiera podido hacer frente a tanta corrupción desenfrenada, apareció
la morocha Cristina Fernández.
Elisa Carrió y Cristina Fernández entre otros, en la Comisión Antilavado: 2001. |
Con su presencia austera, implacable,
quitó entidad al informe alegando falta de elementos suficientes sin que
alcanzaran a ser eficaces para avanzar. En ese momento odié a la morocha que,
de un plumazo, pinchaba la obra de la abanderada de la ética y la
anticorrupción. A lo mejor también ahí comenzó el odio de Elisa contra
Cristina.
Ambas ambiciosas, ambas inteligentes y
talentosas, fueron trazando distintos caminos. Una llegó a ser la primera
Presidenta mujer electa y reelecta del país.
La otra…
Continúa teniendo como banderas la
ética, la anticorrupción, los valores republicanos. Y al carecer de sustento y
anclaje en la realidad política que critica, su tarea consiste en acumular
denuncia tras denuncia, con argumentos forzados y hasta mentirosos.
Hay algo más… Necesita ser escuchada y
vista, se ayuda con su soberbio histrionismo, su necesidad de atraer los focos
sobre sí se exacerba con el paso del tiempo. Y su “rival” crece sin detenerse a fuerza de gestión ejecutiva y de poder
simbólico. Cada vez le resulta más difícil competir. Y a falta de una tribuna
que le sirva de plataforma (salvo en sus esporádicos discursos en la Cámara de Representantes)
aprovecha las invitaciones de los siempre dispuestos medios opositores al
gobierno y sigue con su supuesta campaña ética. Los votos no la acompañan. Alguna
vez hasta llegó a autoproponerse como la representante de la “resistencia al Régimen” [sic] aunque
sus vaticinios de apocalípticos finales del gobierno de los Kirchner la
sumergen cada vez más en el descrédito. Mientras su eterna enemiga ganaba con
55% de los votos, la perdidosa Elisa apenas arañaba un no alcanzado 2% en las últimas elecciones (Octubre 2011).
A lo mejor hay quienes puedan
interpretar sus estrambóticas denuncias y sus agoreros pronósticos como muestra
de insania. Yo no lo creo. Es demasiado inteligente, más de lo que su orgullo
herido por la superioridad exitosa de su rival le permite aceptar. Pasó a una
categoría perversa: alguien que necesita retorcer la realidad a fin de mantener
los focos sobre sí con la excusa de defender la ética, alguien inmoral. Tan
perversamente inmoral como lo permite su inteligencia.
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